viernes, 6 de enero de 2012

Ford negro 1948

Lo veo, con enamoramiento en 1956. Está estacionado frente al garaje de madera decrépita, con algunas tablas arrumbadas. Don Fonso era el antiguo mecánico que allí laboraba. 
El auto pertenecía al Dr. Martínez de ascendencia dominicana, que lo amaba y atesoraba. Don Fonso se ocupaba de instalarle piezas de amortiguamiento, alguna cablería y ciertas placas plateadas, paloma de cuerpo cromático y alas de cristales verdes, como pequeño mascarón de proa. También laboraba en aquellos efectos mecánicos para que el precioso auto encendiera siempre de inmediato. 
Para aquel tiempo, el pueblito de Lares, sólo contaba con una carretera de brea que nos conectaba con San Sebastían y Arecibo, de oeste a norte. Tenía, nuestro pueblito otros ramales que conducían a los once barrios. 

Los domingos, el Dr. Martínez abría las dos altas hojas del garaje, encendía el carro, emprendía la marcha lentamente y lo detenía frente al garaje para cerrar las grandes hojas. El médico le pasaba una bayeta sobre el cristal del frente, el bonete y guardalodos. Lustraba las baretas aniqueladas, los "sport light" y focos traseros.
El auto quedaba brillante.Lucía llantas de bandas blancas que contrataba con su color negro.


Se podían contar las explosiones del motor, sereno de ritmo firme. Siempre tocaba la bocina antes de salir-agu--u--u--go-. al marcharse iba suave, como si trotara sobre un pura sangre. Yo me encontraba sentado en uno de los dos podios de la entrada a la vieja Escuela Superior, que se enclavaba sobre un leve alcor. Desde allí contemplaba el Ford negro, de antena arqueada en la parte trasera. La visera que ostentaba sobre el cristal delantero, también negra y lustrosa, matizaba la bella silueta del auto. Al irse de paseo ese domingo, daba varias vueltas con el propósito de calentar su Ford y, a la vez lucirlo. Y0 disfrutaba al contemplarlo subir y bajar con sus llantas bandas blancas y el golpe seco que se oía cuando el pedal del "cloche" retrocedía súbito sin que el pie opusiera resistencia.
Al paso del Ford del 48, doblaban las vetustas campanas de la iglesia, cuya autenticidad en el sonido particular y bello como las notas de la Flauta mágica de Mozart, establecía una sinonimia de agrado al alma con el delicado auto.

Un día las campanas características y peculiares del pueblo, desaparecieron.
Desde entonces, cuando el Ford negro salía a pasear, las verdes hojas del cañaveral se inclinaban como reverencia por efecto de un viento mágico y emergía una bandada de pequeños pajaritos multicolores que nosotros llamábamos finches, parecían saludar el auto al cruzarse en vuelo por encima de su capota.

Un día estuve al hospital para un examen físico mandatorio del equipo de baloncesto. En uno de los espacios para aparcar los médicos, estaba graciosamente estacionado el Ford negro del 48. Algunos estudiantes varones, inclusive, muchachas también, se acercaron al auto, lo observaban con admiración. Una de ellas, Tata Ramírez, tocó con sus blancas y diminutas manos, los reflectores que don Fonso Gonzague, había instalado cerca de ambas ventanillas de cristal delanteras. Se manejaban las posiciones de la luz manualmente desde el interior del auto. Estos reflectores eran en forma ojival hacia atrás y circulares en su fanal, con un borde broceado simulando oro en el brocal que sujetaba los cristales tallados.Aquellos focos le daban singularidad y belleza al Ford. Era majestuosa la presencia del auto porque a diferencia de los grandes, este modelo era dos puertas de estilo deportivo.

Los jóvenes, que a través de los espejos miråbamos los interiores, nos impresionaba el lujo que se le había agregado: en el espaldar de los asientos delanteros se le preparó,en piel, un bolsillo para colocar revistas o correspondencia. 
Tenía un abanico sobre el "dash" y muchos otros artilugios.Las personas adultas que se desplazaban en busca de las medicinas, no contemplaban el automóvil, esas pasaban como si nada les interesara, sino los medicamentos. Numerosas personas venían de los campos. Siempre había allí un trajín de ciudadanos.

En aquellos tiempos, el frío calaba con intensidad. Sobre todo, en otoño e invierno. Eran tiempo de exuberante follaje, de abundante arboleda, de quebradas de cauces despejados, de gran actividad pluvial.
A veces, se presentaba el domingo nublado, gris, caliginoso y frío con chubascos intermitentes. Yo sabía que el Dr. Martínez, sacaría el carro aún bajo la lluvia. Como era una llovizna leve, me calé el sombrero negro de pescador, que me regalaron cuando estuve en el campamento Guajataca de los jóvenes escuchas. Me allegaba hasta la barrita "Pepito's Coffee Shop", cercana al garaje de don Fonso desde allí veía al médico, siempre vestido de blanco, acudir con paraguas a abrir las puertas del garaje y encender el Ford. Lo mantuvo prendido diez minutos y fue saliendo del garaje despacio, mientras el auto se mostraba en su esplendor dócil como un pinguino. Lo observé con entusiasmo pasar frente a nosotros, bajo una lluvia de ángel, ostentando la paloma cromada de alas de cristal verde hasta que desapareció en la primera curva rumbo a barrancos.

Tata Ramírez iba a escuchar misa, protegida por una sombrilla rosada. Al pasar me dijo-- ¿ Lo viste?-- Y después-- Adiós.

Comenzando la década del ' 60, el auto Ford negro del '48 y de una belleza particular, lo habían trasladado a Río Piedras. 
Dr. Martínez se instaló en esa localidad. al pueblo de Lares, a su carretera y a mi espíritu le faltaba un motivo de simpatía y de emoción.

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