domingo, 17 de julio de 2016

La evolución implacable

Al andar las épocas, uno acumula gran edad, senilidad. Entonces el pueblo donde has nacido se va disolviendo, se evapora. Existen unos olores muy particulares, tanto en las localidades como en la geografía regional del país. Por ejemplo, la costa del oriente de Puerto Rico, su estancia ambiental marina, exhala un aliento de mar distinto al olor a mariscos, algas, salino que disemina el aura del mar del oeste. Así también ocurre con los pueblitos. Cuando la gran cantidad de años ha transcurrido, uno comienza a percatarse de que se han ausentado aquellos olores característicos de los lugares que recorríamos.

A esa altura, el pueblo ha evolucionado y, se escapó su particular aroma. Su forma y geometría cambiaron. la gente que conocimos se esfumó. Aquellas costumbres que veíamos aplicarse en el transcurrir de las cotidianas situaciones, quedaron como objetos perdidos o hechos olvidados.

Recuerdo que íbamos al cine y comprábamos palomitas de maíz, ahora se compra " pop corn "
y es lo mismo. Para la época del calor, que es casi todo el año, para refrescar el paladar, comprábamos maricutanas, hoy saboreamos las paletas heladas, que son iguales. La gente acostumbraba a pedir un " palito " de ron, hoy te sirven un " short ".

Hubo una época que al aparecer por la carretera, la callada gente de un entierro, el comercio se apresuraba a juntar las puertas y, los que estaban fuera si lucían tocados, se quitaban los sombreros y silenciaban sus conversaciones hata que pasaba el féretro y su séquito circunspecto.

Para esa época las diversiones eran efímeras y pocas. Recuerdo una que le llamaban " el burro ".
Este era un leño de siete u ocho pies de largor y cinco pulgadas de ancho. Le habían punzado a presión una estaca cerca de los extremos con la finalidad de que los niños se sujetaran y evitaran una caída. Uno rememoraba al tronco que cargó sobre sus hombros el indio araucano Caopolicán y que refiere La Auracana de Alonso de Ercilla y Zúñiga y, cuya hazaña de desplazarse con él de ronda por el bosque, esperando que llegara la noche y apareciera el alba. Aquel leño del juguete rotador, traía la escena a la memoria.

Se hincaba en la tierra otro leño en forma vertical y sobre ése, ya con su muesca, se engarzaba el tronco mayor en forma horizontal. Un ayudante facilitaba que uno o dos niños en cada extremo nos montáramos como sobre un burro. Entonces nos rotaban con fureza y girábamos al azote del viento como sobre Clavileño.

Pero la indómita evolución como un genio de Las mil y una noches trocó el pueblo por otro y, mandó a aquella gente al ostracismo eterno.

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